«No olvides que el perdón es lo divino, y errar, a veces, suele ser humano. No es bueno hacerse enemigos que no estén a la altura del conflicto; que piensen que hacen una guerra, y se hacen pis encima, como chicos. ♫♪» (Fito Páez. Gracias eternas, ídolo)
En el capítulo anterior:
“Con mi novio todo iba de maravillas. Con mi familia ya no discutíamos, porque yo siempre estaba de buen humor. Mis amigas, de fierro, me veían contenta y eso las ponía bien. ¿Qué más se puede pedir?”
***
Un poco, muy hacia mis entrañas, quizás, y sólo quizás, hoy, a un año de terminar mi relación con Rulo, pienso... que tal vez me arrepiento. Tal vez, y sólo tal vez volvería el tiempo atrás. Aunque probablemente volviera a pasar lo mismo. O no; quizás maduré (y no me di cuenta), quizás cambié mi forma de ver a los hombres (pero no estoy muy segura), o quizás, como última opción, sigo siendo la misma mocosa irresponsable y egoísta de la que Rulo se enamoró. Y pobre de él.
Justo en la cima de mi felicidad, advertí que le temía... le temía a la felicidad. Le temo a la felicidad, como le temo a la oscuridad y a los espejos. Tal vez quienes han sido felices, y luego lo han perdido todo, me entiendan. «Ya no quiero esto, después de todo, algún día se va a terminar, -pensaba mientras mi corazón, triste, frágil y de estabilidad cuestionable se desencajaba de a poco- y más vale que se acabe ahora, que todavía no me acostumbré a ser feliz». No quiero justificarme (¿O sí?) pero actué por miedo. Y sufrí mucho después de todo.
Advertí que nuestra vida se volvía una rutina de marido y mujer, y fue cuando mi cabeza (o quizá mi corazón) empezó a hacer un puchero lamentable sobre lo joven que era en ese momento (¡Y que sigo siendo!), sobre que me estaba perdiendo de muchas cosas de la adolescencia (¿Cuáles?) y sobre que mi Rulo, mi amado Rulo, no tendría motivos para estar con alguien como yo.
Cuando por fin decidimos sentarnos a hablar, después de varios días de respuestas monosilábicas entre nosotros (sobre todo por mi parte), decidí que terminábamos todo ahí. Así como así. Y quisiera poder contarles como fue todo a ustedes, mis adorados lectores, pero no logro acordarme de lo que sucedió. No puedo recordar ninguna oración que le haya dicho, ni sus respuestas. No logro acordarme si lloré o no, o si él estaba de acuerdo conmigo, o si se levantó y se fue... Sólo tengo la certeza (que aún hoy me punza el alma) de haberle dicho que él era el único responsable de todo esto. Si sólo le hubiese dicho que me horrorizaba la idea de ser una persona miserable, él me hubiese calmado. Si se lo hubiese dicho... Probablemente lo habría arreglado con un beso largo y una caminata por el parque, de la mano, mientras me susurraba cosas hermosas al oído. Y sé que sufrió, sospecho que incluso más que yo. Y con un orgullo que me transforma en lo que nunca quise ser, no le contesté los mensajes. Ni respondí a sus llamados. Evité cruzármelo, e intenté en vano olvidar la parte más bella de mi vida. Quién me entiende... Quién.
[Amenaza al lector]: No me vuelvan a poner así de melancólica, no está bueno. Espero que lo disfruten, y que no se hayan quedado con el mismo sabor amargo que yo. Au revoir.
No hay comentarios:
Publicar un comentario