jueves, 29 de marzo de 2012

Capítulo diez: Minibus.



Miraba sus brazos enroscados en su novia, sentados frente a mí, planeando su fin de semana fuera de la ciudad, esperando el colectivo que los llevaría al campo, amándose mientras tanto. El pie derecho de ella acariciaba la pantorrilla del afortunado hombre. Ella dejaba reposar su melena colorada y brillante sobre el pecho de él, quien con orgullo y pertenencia, le acariciaba la oreja de cerámica francesa a la persona que probablemente más había amado en su vida. A pesar de apenas adentrarse la madrugada, el olor a tierra mojada había despertado a mi nostálgica memoria. Llevaba cuatro horas esperando mi colectivo. Y faltaban tres más. La llovizna no cesaba, y nos obligaba a los pocos pasajeros a esperar bajo el dosel gris de la estación. Yo había aprovechado para dibujar, y en eso surgió un bostezo. Decidí entonces, moverme de la silla a unas escaleras, a acomodarme cual vagabundo y cerrar un poco los ojos. Cuando dispuse mi mochila de almohada, comencé a tener una perturbadora sensación de angustia. «Yo quiero un novio así, carajo», «Yo quiero que me acaricie la mano, que deje que su pecho sea mi más preciada cuna» pensaba, con la boca a medio sonreír y a medio llorar. A veces, aunque uno quiera estar solo o quiera convencerse de ello utilizando palabras como “independencia”, “libertad”, “frenesí adolescente” y tantas otras porquerías embusteras, puede arrepentirse el tiempo que sea necesario. Confieso haber estado sumergida en una etapa de arrepentimiento, de « ¿Libertad? Libertad piden los presos, ¡Un novio, por favor! », Y de tantas otras dramatizaciones similares (tantas que el teclado se haría añicos en un intento inútil de tipearlas a todas). Y ahí, con el cuaderno dibujado en mi regazo, llegó él. Venía de un boliche, tal vez, un poco ebrio, cansado y mareado. «Bueno, por lo menos mi imagen no es la más deplorable de la estación de minibuses», pensé, dibujando una curva maliciosa en mis labios.

Llegó auxiliado por la suerte y logró sentarse, un poco temblando, en el banco en donde yo me había sentado antes. Allí apoyó los codos en sus rodillas y hundió en sus manos su desconcertado rostro. Al cabo de veinte minutos, o quizás media hora, se acercó a mí, y noté en el breve transcurso de su caminata, que llevaba una vestimenta digna de ser celebrada por todos los dioses del Olimpo. Ya había recobrado la compostura y su mirada me pareció muy agradable.

- Che, disculpame... ¿Sabés a qué hora llegan los colectivos? –me dijo con algo de timidez acariciándose el cuello con la mano derecha.

- Y... Depende cuál. ¿A dónde vas? –dije interesada.

- Voy a Carlos Paz... No veo la hora de llegar a casa.

- Qué suerte, ese pasa cada cuarenta minutos...

- Hizo una mueca de tranquilidad y preguntó- ¿Te jode que me siente con vos?

- No, está bien.

Se sentó a dos peldaños más abajo y luego apoyó su cabeza en mi muslo. Me explicó (mientras yo, atónita, buscaba en la mirada de los demás a una cara familiar que me rescatara), que se había levantado muy temprano a trabajar, que no le gustaba tanto salir a bailar, pero que había hecho una excepción por el cumpleaños de su mejor amigo. Me preguntó mi nombre, a dónde iba y si tenía novio. «Una chica tan copada no debería estar sola» murmuró, y me sonrojé mientras reía. Él probablemente tendría novia. No me animé a preguntarle. Probablemente se sintiera solo a pesar de ello, nunca lo supe. ¿Qué más da? Ser la primera, la segunda... la decimocuarta ¿Acaso es por orden de llegada? Los impulsos y el amor... el amor, los impulsos y el dolor no tienen orden ni fundamentos. Sobre todo si sentimos que sólo durará una noche.

Mi mano entumecida en el muslo en donde él reposaba su cabeza le incomodaba. En una simple maniobra logró que lo rodeara con los brazos mientras me acariciaba la mano. Trataba de recordar el deseo de tener a alguien que se comportara así cuando caí en la cuenta de que estaba sucediendo. Sin dudas era una farsa, una mezcla pútrida de alcohol, viernes a la noche y necesidad de cariño... Pero qué bien que se sentía. Rogaba que mi colectivo viniera antes que el de él, pero que demorara mucho, mucho tiempo. Reposando aún sobre mi pierna, conversaba conmigo dulcemente. Vi llegar su colectivo, y le advertí:

- Mirá, ahí está tu colectivo.

- Me tomo el próximo, me gusta estar con vos –me dijo, alzando su vista para mirar directo a mis ojos-.

- No seas tonto, andá.

- ¿Querés que me vaya? –amagó con levantarse, lo agarré de los hombros y lo acerqué a mí.

- Quedate –tomé su mentón y lo miré fijo a los ojos. No lo había notado, eran muy bellos, sumamente negros y profundos. Él aferró sus manos a mi cuello y me besó. Le contesté con un beso un poco más largo... Y él con otro... Y otro más... Y se pasaron cuatro colectivos y ninguno de los dos se inmutaba ante el paso de las horas. Sólo nos besamos y nos acariciamos mientras el sol amenazaba con descubrir nuestros ojos cansados.

- Andate –le dije, en un arranque maternal-.

- ¿Qué?

- Ya está, tomate ese colectivo. Éste es mi número.- agendé mi número a su agenda telefónica y lo obligué a subir. Se dirigía al colectivo, le hizo señas al chofer de que esperase un momento, corrió hacia mí, me besó cual cinéfilo amante de “Crepúsculo” y se fue, así nada más. Desde la ventana del minibús él grabó en el vidrio empañado un tiernísimo “Gracias” y el colectivo arrancó.

Al otro día esperaba su mensaje. «Ya, ya, ya va a llegar». A los dos días pensaba «Ayer no, era muy pronto. HOY». A la semana «Okay, ya está». Al mes «¡Pelotudo! ¡Me habías gustado!». Ahora «¡Qué tarada que soy, me había ilusionado!».

¿Cuánto demoran los hombres en enviar un mensaje, si es que van a hacerlo? ¿No pueden simplemente no ilusionarnos? ¡Cuánta actuación! ¡Qué desarrollo artístico! ¡Mi placard rebalsa de talento!