sábado, 7 de abril de 2012

Capítulo Once: Intereses olvidados, regalitos para Navidad, (Parte I).

[Éste capítulo es para Narchu, porque vos me lo dijiste, loca: “Le cabe el placard”, jajajaja, y, sinceramente creo que sí]

Había intentado reanudar algunas cosas con Rulo, quizás, en el fondo lo seguía amando, quizás sólo amaba que él me amara; de todos modos sabía que era inútil, como casi todo lo que hacemos las personas histéricas por sentirnos satisfechas al menos un microsegundo. Y así fue. Faltaban diez días para mi viaje a Bariloche, que, para quienes desconozcan lo que eso significa, Bariloche es el centro del descontrol juvenil, libertad, frenesí, sexo, drogas y alcohol desmedido, principalmente. ¿Quién viaja a lugares así con buenas intenciones? Sólo muy pocas personas, y no me incluyo.

Durante el viaje (de un día entero, por cierto) pensé en qué hacer. Llamé a Rulo. Le dije que apagaría mi celular, que no intentara comunicarse conmigo hasta que volviera de mi viaje de egresados. Recuerdo que no le hizo ninguna gracia y cortó el teléfono dejándome con palabras en la boca. Mi orgullo hijo de puta le planteó una de las peores venganzas que puede tomar una mujer hacia un hombre enamorado: Tenía que ignorarlo, algo que se me da muy bien, de hecho.

Salí a bailar todas las noches desde que llegué, pero voy a detenerme en la noche del 24 de Diciembre, Nochebuena. La inmensidad del boliche hacía que recordara que estaba muy lejos de mi familia... Mi hermana, mi hermano, mis viejos, mis abuelos, mis primitos y los amigos que no habían podido ir de viaje con nosotros, dejando una suave bruma de tristeza en la celebración, que había perdido mucho de su significado real por su ausencia.

Me proponía a acercarme a la barra de bebidas con Anita, una de mis mejores amigas, cuando tropecé con alguien. A la altura de mis ojos apenas tenía sus hombros, y alcé la mirada impresionada por su porte. Le pedí disculpas ruborizada mirando sus ojos, verdes, graciosos, hermosos, amables, perfectamente profundos, y no me contestó, se limitó a tomar mi mano y besarla como si hubiese visto en mí una suerte de Princesa de cuentos, y el correspondiera a mi destino. Hice una leve reverencia y sonrió, ¡Ay de mí, cuando sonrió! Esa curva hacía de sus mejillas la forma perfecta para que mis manos las acariciaran, hacía que sus ojos me recordaran a cuando un niño recibe un regalo para su cumpleaños. Me fui, la timidez (tan extraña en mí) hizo que me apartara sin decirle más nada, hizo que Anita tuviera que saberlo todo, como si hubiésemos pasado una eternidad juntos, hizo que quedara embobada el resto de la noche, buscándolo.

Cuando al fin lo ubiqué, estaba hablando con Anita, y no entendí mucho la situación, él sonrió y ella lo arrastró hasta donde yo estaba, y empezó a vociferar una horrorosa canción típica de Bariloche: ♪ Pico Bariloche, pico Bariloche, pico Bariloche ♫. Cuando miré a Anita, ella me hizo cara de aprobación. Lo miré a él y me sonrió. Tomé su brazo y le di un beso casi imperceptible en los labios. Ruborizada hasta las rodillas, lo saludé y me fui.

-¡Anitaaaaaaaaaaaaaa! ¿¡Qué hiciste, BOLUDA!?

Anita no dejaba de reírse, y me contagió su risa, su risa que es como si fueran muchas campanitas en mi corazón, A-TRE-VI-DA. Reímos juntas y le agradecí desde lo más profundo de mi corazón.

La cuestión de los besos y los tímidos y silenciosos encuentros se repitió tres veces más, y logré averiguar que:

a) Le gusta el rock nacional. [Dios, amo eso]

b) Estudia para ser veterinario. [Ay, no, creo que más amo eso]

c) Toca la batería. [¿Es tan perfecto, de verdad?]

d) ¡Su Facebook! [Listo, ya está, sólo resta enamorarlo con mi locura (que es mi cualidad no tan mala)]

***

Una de las noches que lo vi, me enteré que era compañero de la facu de una de mis amigas, no lo podía creer. Ella me prometió que iba a invitarlo a su cumpleaños, y yo le agradecí. ¿Quieren saber qué pasó en la fiesta? ¡Enterate en el próximo capítulo!

[Continuará...]

jueves, 29 de marzo de 2012

Capítulo diez: Minibus.



Miraba sus brazos enroscados en su novia, sentados frente a mí, planeando su fin de semana fuera de la ciudad, esperando el colectivo que los llevaría al campo, amándose mientras tanto. El pie derecho de ella acariciaba la pantorrilla del afortunado hombre. Ella dejaba reposar su melena colorada y brillante sobre el pecho de él, quien con orgullo y pertenencia, le acariciaba la oreja de cerámica francesa a la persona que probablemente más había amado en su vida. A pesar de apenas adentrarse la madrugada, el olor a tierra mojada había despertado a mi nostálgica memoria. Llevaba cuatro horas esperando mi colectivo. Y faltaban tres más. La llovizna no cesaba, y nos obligaba a los pocos pasajeros a esperar bajo el dosel gris de la estación. Yo había aprovechado para dibujar, y en eso surgió un bostezo. Decidí entonces, moverme de la silla a unas escaleras, a acomodarme cual vagabundo y cerrar un poco los ojos. Cuando dispuse mi mochila de almohada, comencé a tener una perturbadora sensación de angustia. «Yo quiero un novio así, carajo», «Yo quiero que me acaricie la mano, que deje que su pecho sea mi más preciada cuna» pensaba, con la boca a medio sonreír y a medio llorar. A veces, aunque uno quiera estar solo o quiera convencerse de ello utilizando palabras como “independencia”, “libertad”, “frenesí adolescente” y tantas otras porquerías embusteras, puede arrepentirse el tiempo que sea necesario. Confieso haber estado sumergida en una etapa de arrepentimiento, de « ¿Libertad? Libertad piden los presos, ¡Un novio, por favor! », Y de tantas otras dramatizaciones similares (tantas que el teclado se haría añicos en un intento inútil de tipearlas a todas). Y ahí, con el cuaderno dibujado en mi regazo, llegó él. Venía de un boliche, tal vez, un poco ebrio, cansado y mareado. «Bueno, por lo menos mi imagen no es la más deplorable de la estación de minibuses», pensé, dibujando una curva maliciosa en mis labios.

Llegó auxiliado por la suerte y logró sentarse, un poco temblando, en el banco en donde yo me había sentado antes. Allí apoyó los codos en sus rodillas y hundió en sus manos su desconcertado rostro. Al cabo de veinte minutos, o quizás media hora, se acercó a mí, y noté en el breve transcurso de su caminata, que llevaba una vestimenta digna de ser celebrada por todos los dioses del Olimpo. Ya había recobrado la compostura y su mirada me pareció muy agradable.

- Che, disculpame... ¿Sabés a qué hora llegan los colectivos? –me dijo con algo de timidez acariciándose el cuello con la mano derecha.

- Y... Depende cuál. ¿A dónde vas? –dije interesada.

- Voy a Carlos Paz... No veo la hora de llegar a casa.

- Qué suerte, ese pasa cada cuarenta minutos...

- Hizo una mueca de tranquilidad y preguntó- ¿Te jode que me siente con vos?

- No, está bien.

Se sentó a dos peldaños más abajo y luego apoyó su cabeza en mi muslo. Me explicó (mientras yo, atónita, buscaba en la mirada de los demás a una cara familiar que me rescatara), que se había levantado muy temprano a trabajar, que no le gustaba tanto salir a bailar, pero que había hecho una excepción por el cumpleaños de su mejor amigo. Me preguntó mi nombre, a dónde iba y si tenía novio. «Una chica tan copada no debería estar sola» murmuró, y me sonrojé mientras reía. Él probablemente tendría novia. No me animé a preguntarle. Probablemente se sintiera solo a pesar de ello, nunca lo supe. ¿Qué más da? Ser la primera, la segunda... la decimocuarta ¿Acaso es por orden de llegada? Los impulsos y el amor... el amor, los impulsos y el dolor no tienen orden ni fundamentos. Sobre todo si sentimos que sólo durará una noche.

Mi mano entumecida en el muslo en donde él reposaba su cabeza le incomodaba. En una simple maniobra logró que lo rodeara con los brazos mientras me acariciaba la mano. Trataba de recordar el deseo de tener a alguien que se comportara así cuando caí en la cuenta de que estaba sucediendo. Sin dudas era una farsa, una mezcla pútrida de alcohol, viernes a la noche y necesidad de cariño... Pero qué bien que se sentía. Rogaba que mi colectivo viniera antes que el de él, pero que demorara mucho, mucho tiempo. Reposando aún sobre mi pierna, conversaba conmigo dulcemente. Vi llegar su colectivo, y le advertí:

- Mirá, ahí está tu colectivo.

- Me tomo el próximo, me gusta estar con vos –me dijo, alzando su vista para mirar directo a mis ojos-.

- No seas tonto, andá.

- ¿Querés que me vaya? –amagó con levantarse, lo agarré de los hombros y lo acerqué a mí.

- Quedate –tomé su mentón y lo miré fijo a los ojos. No lo había notado, eran muy bellos, sumamente negros y profundos. Él aferró sus manos a mi cuello y me besó. Le contesté con un beso un poco más largo... Y él con otro... Y otro más... Y se pasaron cuatro colectivos y ninguno de los dos se inmutaba ante el paso de las horas. Sólo nos besamos y nos acariciamos mientras el sol amenazaba con descubrir nuestros ojos cansados.

- Andate –le dije, en un arranque maternal-.

- ¿Qué?

- Ya está, tomate ese colectivo. Éste es mi número.- agendé mi número a su agenda telefónica y lo obligué a subir. Se dirigía al colectivo, le hizo señas al chofer de que esperase un momento, corrió hacia mí, me besó cual cinéfilo amante de “Crepúsculo” y se fue, así nada más. Desde la ventana del minibús él grabó en el vidrio empañado un tiernísimo “Gracias” y el colectivo arrancó.

Al otro día esperaba su mensaje. «Ya, ya, ya va a llegar». A los dos días pensaba «Ayer no, era muy pronto. HOY». A la semana «Okay, ya está». Al mes «¡Pelotudo! ¡Me habías gustado!». Ahora «¡Qué tarada que soy, me había ilusionado!».

¿Cuánto demoran los hombres en enviar un mensaje, si es que van a hacerlo? ¿No pueden simplemente no ilusionarnos? ¡Cuánta actuación! ¡Qué desarrollo artístico! ¡Mi placard rebalsa de talento!

jueves, 19 de enero de 2012

Capítulo Nueve: Pobrecita ella, que está sola.

Acepto que soy una persona sumamente dramática, escandalosa, exagerada, emocionalmente inestable y de humor discutible, pero, aun así, siempre detesté con toda mi alma que la gente le tuviera lástima a mi soledad o a la soledad de cualquiera, por más asumido que éste lo tuviera. ¡Al placard todos los buenos samaritanos de la caridad amorosa! ¡Al mismísimo mueble del infierno a quienes se jactan de tener una perfecta relación con sus cónyuges! ¡Brindis! ¡Brindis por aquellos que disfrutan de su independencia! ¡Y brindis, también, por quienes, aunque estén solos sin querer, no se están cortándose las venas por ello!

¿Será que sólo yo he advertido sus lastimosas miradas? ¿Será que quienes están solos de verdad se sienten tan afligidos como para callarse? “El que calla, otorga” dice la lengua popular. No me callo, alzo la voz ante los cuatro vientos a la vez (no me pregunten cómo he de hacer) y grito, grito que no quiero su clemencia, su misericordia, su compasión. Grito (aunque mienta) que estoy sola porque así quiero estar.

Después de todo, a la hora de morir, morirá solo también aquel que ha ahogado sus oídos de cursilerías banales o de llantos entre botellas de vodka. A lo sumo tendrá más flores en su entierro aquel que se ha casado. ¿Pero a quién le importan las flores?

Y yo, que a los dieciocho años de edad llegué a sentirme incómoda al ver que de los tres hermanos, la única sin pareja en todo ese almuerzo familiar, era yo. ¡Qué ingenua!

¿Saben qué? Como le dije a un gran amigo mío: “Yo ya estoy resignada, por eso no me importa si estoy con alguien o si dejo de estar, le agarré gusto a la soledad, al silencio, a rascarme el culo si tengo ganas, a no peinarme, a no depilarme si no quiero, pero ésa es la diferencia entre vos y yo, yo estoy resignada, ya no miro a los hombres, ya no pienso en ‘lo lindo que sería tener novio’, en cambio vos creés que estás resignado, y prácticamente se te llenan los ojos de lágrimas y el corazón de esperanzas cuando ves a dos personas de la mano.” Okay, puede que haya sido crudo, pero... ¿Acaso no es así?