En el capítulo anterior, apareció mi ex, Rulo, alguien de quien no les había hablado hasta ahora por una muy simple razón: Él no está en el placard. Al menos no aún. Después de haberlo mencionado, creo que mi deber como “escritora” (si es que ese término no me sienta algo grande) es satisfacer a mis lectores. Creo también, que como lector, podrías (o no) sentir curiosidad (o no) respecto a este ruludo ser. En lo que a mí concierne, sí, aún siento curiosidad por él, una curiosidad que asumo como inquietud permanente y fanática.Y que quede claro que no soy de esas ex que se persiguen, que si el pobre está solo, que si sale con alguien, que si se compró unos jeans nuevos, que tiene tos, que si se va a casar, que si besó a una zorra en el boliche, etcétera, etcétera. Soy más parecida a un ex (sí, dije UN: Masculino y singular). Si llamara, le atendería. Si quiere que hablemos, hablamos. Si quiere llorar, que llore. ¿Y si quiere volver? Bueno, ahí es cuando me fijo si tengo ganas o no. Los hombres (al menos casi todos) tienen una extraña habilidad para que todo les importe poco y nada. Al paso del tiempo, yo, como mujer práctica, versátil y audaz he logrado adaptar mi naturaleza sensible, perceptiva y cariñosa a lo único realmente bueno que tienen los hombres: Esa forma fría e inalterable que utilizan para no sufrir. Si alguien me preguntara si creo que es lo correcto, no sabría qué responderle. Por lo pronto me quedo con lo que soy. Yo ya sufrí, y esto es lo que dejó de mí el llanto, la melancolía, la autocompasión y todo lo demás.
Hoy el teclado, y ustedesleyendo del otro lado de la pantalla, me hallan sincera, escuchando Nirvana, con una taza inmensa de café (casi escribo “Balde” en vez de taza) y una porción de Lemon Pie bien inspiradora. Estoy pensando, entre otras cosas (aunque suene extraño, sigo pensando en mil cosas a la vez… Soy mujer, a pesar de todo) por dónde empiezo mi historia. Hay tanto para contar, mucho para obviar…
***
Lo conocí en una fiesta, me agradó. Le di mi mail y me agregó. Recuerdo que chateaba con él y me reía muchísimo. Nos gustábamos, era obvio. Nos gustamos desde la vez que nos conocimos. Me pidió mi número de celular vía Messenger, y no pasaron más de diez segundos que mi celular, al lado del teclado, empezó a sonar. Número desconocido.
-Cortá el teléfono, no te voy a contestar –le escribí-.
- ¿Eh? ¿De qué estás hablando? –me contestó.
Mi celular siguió sonando, yo seguí escribiéndome con Rulo, y decidí contestar.
- ¿Hola?- Dije con una voz calma pero curiosa.
- ¿Hooooooooola? ¿Hablo con la Reina del País del Membrillo? – La voz, por su tonada inconfundible, era la de Rulo. Sí, era él.
- Te hacías el desentendido, sinvergüenza. ¿Para qué me llamás si estoy chatenado con vos?
- Quería constatar que tu voz era tan linda como lo recordaba...-Su voz suavecita me ablandaba el corazón-.
- ¡Já! Ahora ves que no, qué lástima.
- Yo no dije que no, es más, es mucho más hermosa de lo que recordaba. ¿Sabés cantar?
- Sé cantar... Mal, canto muy mal.
- A ver cantame algo.
Esta es la parte en la que me río de sólo imaginarme a mí cantándole a apenas un conocido, por celular.
- No te voy a cantar, nene, ¡Qué horror!
- Dale, yo empiezo a cantar, y vos me seguís...
Juro, JURO que no tuve tiempo de decirle que no, juro que mis intenciones no eran en absoluto escucharlo cantar. Cuando logré reincorporarme de mis pensamientos, él estaba haciendo una imitación algo extraña de “Vuela, vuela”.
- Vuela abuelaaaa, no te hace falta equipaje, vuela abuela, ♪♫.
- Jajajajaja, es “Vuela, vuela”, pavo.
- Sí, pero es más gracioso imaginarse a una abuela volando.
Era cierto, era muy gracioso. Recuerdo que nunca había estado hablando con alguien tanto tiempo, no al menos, sin silencios incómodos o algo por el estilo. Así como era obvio que nos gustábamos, era obvio también que teníamos una química interesantísima. Al cabo de un mes de este tipo de conversaciones, éramos novios. Mi primer novio, un novio de verdad. Sentía que el corazón se me acalambraba de amor tan sólo escuchar su nombre. Su pelo, sus rulos, mi delirio. Sus ojos negros despertaban al Sol rozagante cada mañana. Su mano, su mano con la mía. Su voz de niño. La ternura de sus movimientos. Aquello que no olvido, estar enamorada.
- ¿Qué hacés?-le decía, mientras ambos acostados en el césped, nos quedábamos callados-.
- Te miro -me decía, y ruborizaba mis mejillas involuntariamente.
- Sos hermoso.
- Vos sos la mujer más bella que existe en el mundo -me decía mientras se acercaba para besarme.
Y así me sentía. Si bien creo que en la repartición de belleza se olvidaron de mí, él me hacía sentir hermosa. Sentía que apenas me despertaba, despeinada, sin una gota de maquillaje y los ojos a medio abrir, era atractiva. Él me paseaba con orgullo, como si fuera un trofeo. Él me consideraba una persona sabia y crítica. Él apostaba más que nadie a mi futuro, y creía también que yo podría lograr cualquier cosa que me propusiera.
Confieso que mientras estuve con él, fui la adolescente más afortunada del mundo. ¿Adolescente?, retiro lo dicho. Yo no adolecía de nada en absoluto. Fue el apogeo de mi felicidad. Yo me sentía mejor que nunca. Con mi novio todo iba de maravillas. Con mi familia ya no discutíamos, porque yo siempre estaba de buen humor. Mis amigas, de fierro, me veían contenta y eso las ponía bien. ¿Qué más se puede pedir?
¿Qué podría separarnos? ¡Te dejo con la duda hasta el próximo post!