[Es un capítulo corto, cortísimo. Perdón, recién ayer tuve tiempo de sentarme a escribir un poco más. Apenas pueda subo la parte dos. ¡Disfrutá la lectura!]
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¿Hay algo más triste que estar solo en
Invierno? Incluso creo que es peor
que estar solo en San Valentín.
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Otoño.
Veíamos las hojas caer juntos, desde el banco verde musgo de una plaza. Nos gustaba pisarlas, oír cómo crujían, y ver cómo el viento las enroscaba en un remolino sonoro. A él le gustaba cómo se veían mis botas marrones pisando charcos, estanques viejos y tierra húmeda. A mí me gustaba su manera de tomar mi mano cada vez que había que dar un salto; me gustaba también la habilidad para reconocer y distinguir toda flora y fauna que se le cruzaba. Siempre aprendía algo. Ambos amábamos más esas tardes engalanadas con arcos de árboles amarillos y anaranjados que lo que nos queríamos el uno al otro.
El Otoño traía su mejor regalo y lo servía en bandeja de oro, invitándonos a gozar de sus maravillas. ¿Cómo negarme? Lo conocí, llegó como anillo al dedo, como flor natural a lápida vieja, así de maravilloso y sorprendente.
Mi jean viejo, suelto y desteñido, mi sobretodo abotonado negro, mis guantes de lana grises, y una bufanda ocre que él me prestó al ver que tenía frío, quedaban perfectamente mixados con su look. Él siempre tan sencillo, siempre tan natural, y yo me transformaba cuando lo veía. Sabía que era una persona buena y agradable. ¿Cuánto tiempo más duraría esto? A veces, al menos durante los 49 días que duró lo que sea que tuvimos, me lo preguntaba. Me preguntaba qué cosas le molestarían de mí, me preguntaba cómo hacía para que su pelo, negro, oscurísimo, siempre oliera a madera y pasto. Solía cuestionarme cosas sobre su pasado, cosas que evadía naturalmente. A veces tenía la duda de qué esperaba él de su futuro. Nunca lo supe. Su silencio calmaba mis palabras, y no me dejaba hablarle, era como si una voz ajena a mí, me dijera que no debía, que eso haría que él ya no quisiera verme... Y eso me helaba el corazón, como cuando su mirada bella, carbonosa y perfecta se encontraba con la mía, destellante de cariño e intriga, y me sugería con sólo abrir sus ojos, que escondía alguna raíz desagradable, como malos recuerdos, como una foto en blanco y negro, o saber vivo a alguien enterrado en un cajón. Entonces esquivaba estos cruces, y él me abrazaba, y todo volvía a la normalidad, volvía a acariciar su cuello, y volvía a pisar con la punta de mis botas marrones, sus zapatillas inmaculadamente blancas. No podía evitar quererlo como lo quise, de hecho, quizás lo quería menos de lo que debería haberlo querido. Había apostado con mis amigas, con mi hermana y con mi madrina que esta relación iba a perdurar, no sé cuanto, definitivamente no iba a ser eterno (él nunca fue el amor de mi vida), pero intentándolo, poniéndole mis mejores energías tal vez llegábamos al año y medio, o un poco más. ¿Cómo no estar entusiasmada? Era mi más precioso Otoño, nada era ni gris, ni rosa, era... hermoso.
Lo había conocido en un boliche, yo me acerqué a él. “Te bailaría una canción, pero entonces saldrías corriendo, y no atrás mío precisamente” Le dije. ¿Existe una manera más extraña de acercarse a alguien? La cuestión es que se rió, y su risa me hizo reir a mí. Me preguntó si yo era tan patadura como él, le contesté que sí. Le pregunté si fumaba, me dijo que sí, y le pedí que me acompañara a el patio del boliche a respirar un poco y a charlar, accedió y nos conocimos.
¿Cuál podría ser el problema entre ambos?
¿Por qué él, tan simpático y bueno, podría terminar en el placard?
¡No te lo vas a perder!
[Continuará...]